La avenida huele a Christian Dior. Las perfumerías están captando clientes. Los
establecimientos ofrecen sus productos en una oferta perpetua: gafas de sol, bicicletas,
bañadores, gorras, bisutería batata; en los indios venden aparatos electrónicos. Las
mujeres africanas hacen trenzas a pie de calle. Las mujeres alemanas se detienen para
mirar los grandes y luminosos escaparates que ofrecen moda y accesorios. Todo se
resuelve en un intenso color dorado. En el pub de moda hay música en directo. Tocan
Don't Stop Believing. En un lado de la pista de baile hay un BMW 507
descapotable con un Elvis Presley saludando en el asiento del conductor. Los sillones
están tapizados en piel y el salpicadero es de madera. Los remates son dorados. En la
entrada del local una Marilyn de tamaño natural en la famosa escena de la falda y la
rejilla de ventilación. Los clientes ríen y toman cerveza. Sus hijos corretean o bailan.
Los niños corretean y bailan plenamente felices. En el exterior, en la pantalla gigante,
proyectan imágenes de surf. Cada ola mejor que la anterior. Un poco más abajo
empiezan las callejuelas, los restaurantes italianos y los steak-house. En los televisores
de plasma dan partidos de la Premier League. Los camareros me sonríen y me invitan a
entrar en un español bastante rudimentario. Sigo adelante, hacia la parte más antigua y
oscura. Me pongo la cartera en el bolsillo delantero. Los rateros y los pequeños
camellos esperan en las esquinas.